lunes, 16 de enero de 2012

La Masia

Me gustaba perderme expresamente por el camino que llevaba a la Masia, como lo llamaba mi abuela, en la que  crecimos y que ahora era pasto del olvido y de las ruinas. Me quedé sentada en la piedra de la entrada, retrocediendo en el tiempo, cuando todo era más fácil: el claxon de nuestro todoterreno anunciaba nuestra llegada al mismo tiempo que el canto del ruiseñor quedaba totalmente tapado por ese rugido de 70 caballos de potencia. Al mediodía jugaba a deslizar mis dedos por las suaves margaritas que poblaban el jardín mientras mi padre me hacía fotos y se alzaba, majestuosa, a nuestras espaldas, aquella fachada llena de pequeñas ventanas y un gran balcón dando la bienvenida. Por la tarde nos reuníamos en aquella cocina tan ancestral como acogedora para tomar el mejor chocolate a la taza del mundo, que preparaba “abu” Adela. Cuando no en la cocina, nos la encontrábamos barnizando la madera: ese inconfundible olor que todo lo envolvía.

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