sábado, 14 de abril de 2012

Desde la ventana


Aprendí a mirar al mundo detrás de aquel vidrio, sentada en una mesa de la cafetería de mi barrio. Decidí pasarme allí horas enteras captando las imágenes que cambiaban ante mí, enfocando cada detalle para contarlo en las conversaciones entre sábanas o saboreando un Martini con ron y azúcar.

Muchas tardes de lluvia sentía la necesidad de contar al vecino de la mesa de al lado que Miguel y María se habían reconciliado después de una tonta discusión en aquel semáforo; que el pequeño Luís aprendió a mantener el equilibrio en su bicicleta y cruzó todo el paso de peatones sin caerse; que Elena estuvo una hora esperando en la esquina a alguien que no apareció; que don Manuel se había roto la cadera después de tropezar con el bordillo de la acera; incluso que Fátima había dado a luz en plena calle.

Historias, melodías, recuerdos fantásticos y reales que alimentaban mi afán por escribir, por soñar y contar que el mundo lo forman pequeños millones de mundos que nos hacen únicos. A pesar de nuestro trabajo, ya sea de noche o de día; a pesar de tener que abrir las piernas en horas convenidas o de abrir las persianas a las ocho en punto de la mañana. Basta con prestar atención, apretar el botón de la cámara en el momento justo y ver las imágenes pasar. Así fue como conocí a Geraldine.

Me atrajo su forma de andar, lánguida y pérfida, como una serpiente en medio del desierto. Buscaba  un poco de consuelo entre aquellas paredes de primavera que cambiaban el humor de cualquiera. Su sonrisa tristona contrastaba con sus ojos vivos que se clavaban en cada detalle de lo que veían, en cada rincón inhóspito allá donde iba. Al principio pensé que era una niña del barrio como las demás, o demasiado precoz o demasiado tímida. Cualquiera de las dos me iba bien mientras no juzgara mi tan antiguo oficio. Pero resultó ser diferente, como su abuela.

“Una, dos, cuatro cagadas. No hay como tener un palomar en el piso de arriba y ‘cagarse en todo’. Y eso que desde la ventana tengo las vistas más bonitas del pueblo: mar, barcas, pescadores, y una puesta de sol inmejorable. ¡Qué mínimo que tener la barandilla del balcón como ‘los chorros del oro’! Un mundo exterior que me saluda cada mañana con alegría, aunque yo no haga más que darle la espalda. Pero es que desde hace años que todo pasa lento, todo es aire muerto. No me atrevo a salir de estas cuatro paredes por miedo a qué me pueda encontrar, sólo los pocos días que viene mi pequeña a verme (la arpía de su madre se lo tiene prohibido). Es por ello que he decidido apoderarme de esta ventana que, como mínimo, ventila el olor a podrido de la habitación. Una habitación con una cama oxidada, una pila de la señorita Pepis para hacer ver lo limpia que soy, una mesa de madera individual y una esquina donde pintar mis ruinosas obras de arte. Sin contar a Emilia, mi silla de ruedas, que apenas cabe.

Y estos ojos azules que todo lo ven de color gris ante una ventana con palomas de regalo que deja entrar la luz del sol, la penumbra de la luna y el destello de las estrellas. Que olvida que la propietaria de esos espejos del alma es tuerta e inválida, y que sólo hace que restregarle por la cara ‘qué vista más bonita’. Pero, como cada día, vuelta a empezar, que no ha sido nada y todo ha valido la pena.”

Y fue el día que entraron por la puerta de la cafetería, una empujando a la otra, que no pude ya más despegarme de esos ojos grandes y azules de la pequeña Geraldine. O de la mayor, a la que ya conocía de leyendas y chismorreos de las vecinas. Un nombre para dos mujeres, separadas por más de medio siglo, que me brindaban la oportunidad de seguir viviendo historias desconocidas que tanto anhelaba escribir, gracias a apretar el disparador en el momento preciso. Así empezaba una nuevo relato de barrio que contaré en el siguiente capítulo. Ahora, como cada día, vuelta a empezar, que no ha sido nada y tengo un servicio.

MSM (Texto para un concurso)