Aprendí a
mirar al mundo detrás de aquel vidrio, sentada en una mesa de la cafetería de
mi barrio. Decidí pasarme allí horas enteras captando las imágenes que
cambiaban ante mí, enfocando cada detalle para contarlo en las conversaciones
entre sábanas o saboreando un Martini con ron y azúcar.
Muchas
tardes de lluvia sentía la necesidad de contar al vecino de la mesa de al lado
que Miguel y María se habían reconciliado después de una tonta discusión en
aquel semáforo; que el pequeño Luís aprendió a mantener el equilibrio en su
bicicleta y cruzó todo el paso de peatones sin caerse; que Elena estuvo una
hora esperando en la esquina a alguien que no apareció; que don Manuel se había
roto la cadera después de tropezar con el bordillo de la acera; incluso que Fátima
había dado a luz en plena calle.
Historias,
melodías, recuerdos fantásticos y reales que alimentaban mi afán por escribir,
por soñar y contar que el mundo lo forman pequeños millones de mundos que nos
hacen únicos. A pesar de nuestro trabajo, ya sea de noche o de día; a pesar de
tener que abrir las piernas en horas convenidas o de abrir las persianas a las
ocho en punto de la mañana. Basta con prestar atención, apretar el botón de la
cámara en el momento justo y ver las imágenes pasar. Así fue como conocí
a Geraldine.
Me
atrajo su forma de andar, lánguida y pérfida, como una serpiente en medio del
desierto. Buscaba un poco de consuelo entre
aquellas paredes de primavera que cambiaban el humor de cualquiera. Su sonrisa
tristona contrastaba con sus ojos vivos que se clavaban en cada detalle de lo
que veían, en cada rincón inhóspito allá donde iba. Al principio pensé que era
una niña del barrio como las demás, o demasiado precoz o demasiado tímida.
Cualquiera de las dos me iba bien mientras no juzgara mi tan antiguo oficio.
Pero resultó ser diferente, como su abuela.
“Una,
dos, cuatro cagadas. No hay como tener un palomar en el piso de arriba y
‘cagarse en todo’. Y eso que desde la ventana tengo las vistas más bonitas del
pueblo: mar, barcas, pescadores, y una puesta de sol inmejorable. ¡Qué mínimo
que tener la barandilla del balcón como ‘los chorros del oro’! Un mundo
exterior que me saluda cada mañana con alegría, aunque yo no haga más que darle
la espalda. Pero es que desde hace años que todo pasa lento, todo es aire
muerto. No me atrevo a salir de estas cuatro paredes por miedo a qué me pueda
encontrar, sólo los pocos días que viene mi pequeña a verme (la arpía de su
madre se lo tiene prohibido). Es por ello que he decidido apoderarme de esta
ventana que, como mínimo, ventila el olor a podrido de la habitación. Una
habitación con una cama oxidada, una pila de la señorita Pepis para hacer ver
lo limpia que soy, una mesa de madera individual y una esquina donde pintar mis
ruinosas obras de arte. Sin contar a Emilia, mi silla de ruedas, que apenas
cabe.
Y
estos ojos azules que todo lo ven de color gris ante una ventana con palomas de
regalo que deja entrar la luz del sol, la penumbra de la luna y el destello de
las estrellas. Que olvida que la propietaria de esos espejos del alma es tuerta
e inválida, y que sólo hace que restregarle por la cara ‘qué vista más bonita’.
Pero, como cada día, vuelta a empezar, que no ha sido nada y todo ha valido la
pena.”
Y
fue el día que entraron por la puerta de la cafetería, una empujando a la otra,
que no pude ya más despegarme de esos ojos grandes y azules de la pequeña
Geraldine. O de la mayor, a la que ya conocía de leyendas y chismorreos de las
vecinas. Un nombre para dos mujeres, separadas por más de medio siglo, que me
brindaban la oportunidad de seguir viviendo historias desconocidas que tanto
anhelaba escribir, gracias a apretar el disparador en el momento preciso. Así
empezaba una nuevo relato de barrio que contaré en el siguiente capítulo. Ahora,
como cada día, vuelta a empezar, que no ha sido nada y tengo un servicio.
MSM (Texto para un concurso)