martes, 15 de marzo de 2011

Chucu chucu chuuu


En un día como hoy, mi abuelo me subió por primera vez al tren. Era de vapor y su traqueteo me ayudaba a hacer las mejores siestas que recuerdo. Bajábamos cada tarde al mercado de la ciudad, más grande y variado, más bohemio e irreverente. Allí nos perdíamos un par de horas encontrando de todo y más, y luego nos tomábamos un croissant de chocolate y un vaso de leche en la granjita de doña Eurelia.
Desde ese primer día, me hice adicta a ese medio de transporte que existía desde los primeros años de las revoluciones industriales y que conectaba países, personas, negocios, miles de historias. Como las que se amontonaban en mi cabeza cuando miraba pasar por el gran ventanal del vagón 4 aquellos paisajes urbanos, marítimos o frondosos, según el destino.
Siempre que podía cogía el tren para desplazarme, y seguramente por eso aprendí a conducir muy tarde. Quizá lo hice expresamente. Prefería estar atenta a las personas que se sentaban delante de mí e imaginarme su historia, mirar el mundo que pasaba rápido al otro lado de la ventana, saludar al revisor y ver cómo lidiaba con los que no tenían el billete, pegarme mis siestas y escuchar las historias de mi abuelo sobre los cables que ayudan a que el tren circule.
Me gusta ir en tren, y aunque ahora soy mayor y mi cuerpo ya no está para según qué trotes, de vez en cuando no pierdo la oportunidad de subirme para ir a cualquier sitio y no perder la esencia de aquellos recuerdos que nos han hecho como somos, que han crecido con nosotros que, en definitiva, nos mantienen vivos.

MSM

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