martes, 15 de noviembre de 2011

Un personaje



Doña Beatriz, Betty para los amigos, rondaba los cien pero aparentaba cincuenta. De acuerdo, exagero. Parecía que tuviera ochenta, pero su espíritu joven la alejaba de cualquier estereotipo de abuelita cebolleta. Apenas medía metro cincuenta, y su sugerente curvatura de lo que hoy llamamos chepa dejaba entrever que, de joven, había sido una moza con una buena planta. Igual que esas piernas terriblemente arqueadas que siempre me pregunto cómo la aguantan, y que de pequeña la hicieron campeona de saltos regional. Quién lo diría. Su larga melena canosa recogida en dos moños de la señorita Pepis, uno a cada lado, tenían la tarea de contrastar esa poca altura a la vez que sus zapatos de marca con cinco centímetros de tacón.

Porque eso sí, Betty no se estaba de nada, su estilo “elegante” y peculiar lo traía de serie desde que asomó la cabecita a este mundo: medias de colores o con dibujos, faldas de todos los tamaños y estilos, pantalones pitillo, piratas y tejanos, blusas e incluso tops con escote de pico, abrigos de visón y chupas de cuero, sombreros y tocados. Sin olvidar un sinfín de esas joyas rococó heredadas de su abuela con las que decía que se iría a la tumba. Literalmente. Como dice la canción y ella misma cantaba: “Antes muerta que sencilla”. No había día que no estuviera en boca de las discretas abuelas del barrio, que la apodaban Betty Boo. Pero a ella le entraba por una oreja y le salía por otra (además de que estaba un poco sorda). Siempre decía que no vivía de esos chismorreos, así que no perdería ni un segundo de la poca vida que le quedaba en lidiar con esos “rinocerontes recalcitrantes”, como las llamaba.

Un espíritu libre al que la vida había golpeado como a un tentetieso y a la que no había conseguido derribar.

MSM